El divorcio no es el final de un matrimonio, es el final de un matrimonio desgraciado, el final de una relación insana tanto para la pareja como para los hijos. El divorcio es un remedio doloroso pero eficaz para una enfermedad llamada «matrimonio infeliz» (Luis Rojas Marcos).
La separación no empieza como asociamos mentalmente con la decisión de divorciarse, la ruptura comenzó mucho tiempo antes, y aunque habrá que curar la herida, es el principio del fin de una agonía. Dar el paso es un acto valiente de coherencia, de sentido común, de responsabilidad. Las creencias heredadas, el temor a ser diferente, los sentimientos de culpa y soledad, son los miedos que más pesan a la hora de dar el paso, pero hay que tener cuidado de no dramatizar y no permitir que tampoco el entorno lo haga. Adquirir el rol de victimas supone desviar la energía hacia otro lado, una perdida de fuerzas que dificultará en gran medida el proceso más adecuado.
Todos tenemos miedo a lo desconocido, pero eso no puede impedirte vivir. La seguridad de tu decisión has de buscarla en el “para qué” lo haces, porque tener presente esa reflexión será tu mejor guía durante todo el proceso. ( la-magia-del-para-que)
Ninguna pareja se rompe por un hecho puntual, aferrarse a un solo acontecimiento es una justificación mental para no enfrentarse a nuestra responsabilidad en lo sucedido. La infidelidad, la incomunicación, las incompatibilidades…son la manifestación externa de lo que se ha ido gestando en el tiempo. Sus orígenes pueden ser muy variados, pero podemos resumirlos en tres (según Hellinger):
Desequilibrio en el dar y tomar: El único amor incondicional sano es el de padres a hijos, las demás relaciones para que funcionen no pueden ser incondicionales. Cuando esta dinámica de desigualdad ocurre en la pareja, podemos asegurar la existencia de problemas individuales en uno o en los dos miembros que la componen. El tiempo genera un “me debes” (el que más da se asegura la permanencia del otro), y el que recibe, o se enfada o cambia la posición de “igual” por la del hijo que siempre recibe. La relación deja de ser de “pareja” para convertirse en filial. La infidelidad es una consecuencia común frente a este tipo de dinámica.
Diferentes objetivos: Cada uno mira hacia un lado. No sirve de nada convencer al otro porque a largo plazo generará un sentimiento de perdida en el que cedió.
Diferente orden de prioridades: El nuevo sistema familiar que la pareja forma debe estar por encima de los sistemas familiares de origen que cada uno trae. Este mismo orden de prioridad debe mantenerse también con respecto a los hijos, porque ellos no son “la pareja”, vinieron después. En el momento que se anteponen, podrá mantenerse una forma de convivencia de dos, pero la relación de pareja como tal muere.
Estos son los auténticos motivos que subyacen a un divorcio, en muchos casos una separación inevitable que comienza con el inició de la relación, porque casi todos inconscientemente llevamos una mochila de creencias, heridas y modelos de conducta mal formados o no resueltos individualmente. Cambiar esta dinámica no es fácil. Ante la separación, comprenderlo y aceptarlo asumiendo la responsabilidad que a cada uno le toca como cincuenta por ciento del error, será la manera más adecuada para mantener una comunicación sana con el otro, por el bien de los hijos y de uno mismo.
Los problemas individuales sin resolver marcarán el destino de tus relaciones. Cambiarlo solo depende de ti.
pues sí, muy esclarecedor y real… por cierto ¿como encaja en todo esto la conducta sexual?
bss.
El Hellinger ese es un crack.
Gracias por tus comentarios, Concha, son muy enriquecedores.